3 de junio de 2016

Isla

He llenado la bañera de agua caliente. Agua ardiente para templarme. Para tomar aire, sumergirme y sentir que mi piel está rodeada.
Que me acaricia el calor. Que me tocan palabras.  Que se me asienta el alma. Que se me limpia el hartazgo, la pena, el hastío. Que no me hace falta llorar porque aquí todo está lleno de lágrimas falsas.
Me imagino en un océano pequeño y soy una isla sin habitar. Si cierro los ojos, es de noche en mi isla. Las olas de jabón se rompen en la costa de mi piel y ya no necesito más.

Pero sólo con tirar del tapón se va el océano manchado de cansancio y penas. Y me quedo ahí tumbada, viendo mi costa hacerse más grande, volverse acantilado.

Me quedó ahí viendo cómo se marcha el agua ardiente. Cómo me vuelve el frío. Y empiezo a temblar. Me tiemblan las uñas mordidas. Me tiembla la piel. Me tiembla el coño. Me tiembla la tripa. 
Y la piel se me eriza y los pechos se me llenan de frío otra vez. Ya nada me toca, nada me abraza, ninguna palabra me da calor.

Se ha marchado el océano. He dejado de ser isla.  

1 de febrero de 2016

Diario de insomnio



Confieso que me amputo el pelo porque no duele. Porque algo de mí es destruido y vuelve a renacer. Porque no es irreversible. Por eso duermo con un gorro, para que las ideas no se me escapen. Para que los sueños fabricados no se me vayan como suspiros.



Confieso que me cincelo estrías en mi cuerpo como quien marca cada día que pasa. Porque mi cuerpo se vuelve un mapa  de viaje, un diario. Mi piel queda como un papel arrugado que no puede volver a alisarse.

Confieso que tecleo porque, a veces, se me inunda el pecho de las cosas que no sé explicar. Porque me ahogo en frases calladas, en sensaciones silenciadas. Porque a veces quiero llorar cuando algo es tan bonito que no lo puedo decir.

Pero ven, por favor. Dame la mano. Ayúdame a no caer. Que el mundo va a una velocidad diferente a la mía. Que no quiero parpadear y perderme algo o perderme yo. Que estoy sola en un vendaval. Dame la mano y vayamos al norte, que el frío nos queme. Nos despierte. Nos haga temblar. Yo seré el mapa. Tú serás la brújula.

Pero ven, por favor. Dame la mano y sácame palabras. Dime que todo está bien. Que a ti te pasa lo mismo. Tatúame las líneas que te salgan.

Pero ven, por favor. Abrázame sin prisa. Fóllame fuerte. Cómeme el alma. Pégame tu lengua. Que mis manos son pequeñas y necesito que sean las tuyas las que me toquen.

Pero ven. Y cuéntame lo callado. Cuéntame los lunares. Cuéntame los días. Cuéntame los pasos.

Porque ahora el frío no me quema, no me despierta. Porque me amputo el pelo. Me cincelo estrías. Me tambaleo en el vendaval. Porque a veces soy nada. Porque a veces soy nadie. Porque los sueños se me escapan mientras respiro.

29 de enero de 2016

Que lamo savia

En la línea nueve.


Echo de menos el peso de tu cuerpo sobre el mío. De tu aliento sobre el mío.

Echo de menos tus huesos clavándose en los míos. Tus besos clavándose en los míos.
A veces, pienso en la cicatriz sobre tu ceja. A veces, recuerdo la tinta sobre tu piel.

Y siempre recuerdo tu sudor en mi lengua, tu sal entre mis piernas. 

A veces, me pongo de puntillas y extiendo los brazos para pensar que puedo volver a tocar estrellas, que puedo fabricar universos, que puedo transformar el día en noche con sólo cubrirnos con una sábana.
Cubrirnos. A mí y a los fantasmas de cosas pasadas que ocupan hueco en mi cama. Que me soplan frío en la nuca. Que me hielan la tripa. Que me anudan la espalda.

A veces, sueño con abrazar el bosque. Que lamo savia. Que me desnudo para acurrucarme en raíces y sombras.
Porque soy una rama a punto de romperse. Que la nieve se va agolpando en mí. Que la lluvia abre caminos en mí. Que el viento se agita en mí. 

La nieve se acumula. Cras. Cras. Estoy a punto de romperme. Cras. Cras. El peso de la nieve en la rama. Cras. Cras. El peso de tu cuerpo sobre mí.

Ven, que lama tu savia. 

27 de enero de 2016

Explosión

Una explosión. Dentro de mi cabeza. Dentro de mi pecho.

La tripa se me remueve. Está hinchada. Llena de ganas caducadas, de malos pasos, de rabia. Caen cascotes. Caen desde mi cabeza, chocan en la garganta y rebotan hasta buscar su hueco en mi sexo vacío.

La explosión me remueve. Agita las cosquillas que no me gastaste, los gritos que no me arrancaste hasta dejarme ronca  y los arañazos que no me llegaste a marcar.

Miro el espejo, el que regalaste después de tu viaje con tus padres. Ése de las tres estrellas azules pintadas en el dorso.  La última vez que se me cayó se quedó roto en tres partes. Pegué los trozos pero se sigue viendo roto. Se ven las uniones. El pegamento que se salió y se secó. Si pasas la mano por encima ya no es pulido, puedes seguir las líneas que tratan de unirlo. Pero lo guardo.

Y nadie lo sabe pero, por las noches, saco este espejo por la ventana. A través de él miro el cielo. Las pocas estrellas que la ciudad deja ver. Y lo muevo.  Lo muevo hacia la nada, hacia ti. Te lanzo el reflejo desde mi espejo roto en cachos y mal pegado, igual que yo. Porque quiero que la luz te llegue. Quiero hacerte señales en morse. Que te agiten. Que te despierten.  Para decirte buenas noches. Buenas noches por todas las veces que no te lo dije. Por todas las veces que no te lo diré. Porque fuimos a destiempo. Nos quisimos años o días. Qué más da.  Fue sin métrica, sin solfeo. Sin fijarme en tu melodía ni tú en la mía.

Buenas noches sin saber dónde estás. Buenas noches sin saber cómo eres ahora. A qué te pareces. A qué sabes. Que ya no sé ni cómo te llamas. Porque los nombres cambian según quién te los diga. Según quién te duerma al lado. Y yo dejé de ser la Luna que tú llamabas.

Te digo buenas noches desde un espejo roto, esperando que el reflejo te despierte, porque quiero que te lo digan.  Porque quiero que te susurren buenas noches. Porque quiero que te desgasten. Que te chupen. Que te besen. Que te follen. Que te hagan feliz. Que te llenen la tripa pero de ganas, de pasos por dar, de risas.

Una explosión. Dentro de mi cabeza. Dentro de mi pecho.  Y caen los cascotes de mi yo roto.



26 de enero de 2016

Un trocito de Jairo y Mati

De hace mucho. Un fragmento.
*

-          Vivo aquí – dijo Mati señalando una robusta puerta de madera.- No hay ascensor pero, ¿te apetece subir?
Lo decía así, con naturalidad y con su silbido, y nadie le podría haber dicho que no. Esa cervatilla atrapaba sin miramientos ni trampas a su cazador. 
Era un último piso. Las escaleras eran viejas y crujían en cada pisada. El mismo sonido que se escucha al pisar los escenarios (al menos, el escenario que había en el salón de actos de mi colegio, al que me enfrentaba en cada función de fin de curso) y, tal vez por eso, o tal vez porque lo sentía de verdad, los nervios me hicieron un nudo en el estómago y el corazón se me aceleraba en cada crujido. 
Mati abrió la puerta con un tintineo de las llaves y abrió a aquella casa que olía a hierba, a madera, a calefacción y a guiso. Se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio y adiviné que más gente vivía ahí. Pasamos por un pasillo y, de pasada, atiné a ver un salón desordenado, con unos cojines en el suelo y ceniceros a rebosar sobre una pequeña mesa.
Seguí a Mati por un pasillo a oscuras y me excité pensando en lo que podría venir después. Abrió una puerta y me invitó a pasar. Cuando ella encendió la luz tenue de una lámpara de mesilla, ante mí apareció el universo de aquella pequeña mujer y,  no dudo en afirmar, que en aquel momento empecé a enamorarme por primera vez en mi vida.
El perfume dulzón que descubrí el día anterior en el ascensor rellenaba cada esquina de ese pequeño museo. Sobre estanterías y viejos muebles rescatados se agolpaban a la vez ropa doblada, libros, hojas y pequeños muñecos. En un rincón, un estuche medio abierto descubría lo que parecía una trompeta. Las paredes estaban desnudas, pintadas de un blanco que hace tiempo dejó de ser blanco, y a sus pies, apoyadas en un rodapiés carcomido, aparecían recortes, fotos, pedazos de papel anotados.


25 de enero de 2016

La historia de Clementina Söderström (I)

Al principio fueron mis sobrinos. Después, sus hijos. Me pedían que les contara historias de mis viajes. Que les hablara de elefantes, de castillos de roca, de ríos tan grandes como ciudades. Paciente, les contaba mis pocas hazañas y siempre guardaba para el final la historia más fascinante. No era mía, era un préstamo. Igual que todas las historias que quedan bajo tu custodia cuando el dueño te cede el privilegio de contártela a cambio de un café.
La historia de Clementina Söderström me llegó un día de lluvia a cambio de un café de puchero: dulce, sin azúcar, caliente y con sabor a vasija. Casi como su historia. La lluvia hacía de cortina en la ventana, aislándonos de todo lo de fuera. Convirtiendo la habitación en un refugio para esa historia hecha de años y ya revestida de arrugas. Esa historia era suya y Clementina me la fue enseñando a través de fotos, cartas, y viejos libros que iba mostrando al compás de su narración. Comenzó sacando, con mucho cuidado, una ramita seca de espliego y la dejó al lado de mi taza.
Porque a espliego olían sus primeros años. 
Recordaba que su casa eran dos habitaciones separadas del frío de fuera por una pared de piedra encalada. Ella dormía en lo que, durante el día, servía de cocina y sala. Cerca del hogar, su madre le acomodaba una cama hecha de flores frescas y paja mullida envuelta en una sábana de lino. Le acurrucaba bajo mantas y todas las capas de abrigo que podía encontrar. Era el lugar más privilegiado, al lado de las brasas que quedaban del día. Esos primeros días, Clementina era feliz en ese pequeño pueblo hecho de casas pobres, cagarrutas de ovejas y olor a leña húmeda. 


20 de enero de 2016

Como cuando la cima de una montaña rasga a una nube.

Como cuando la cima de una montaña rasga a una nube.
Así estoy.  Con el azul del cielo escapándose de mí.

Como cuando la lluvia se acumula sobre hojas secas.
Así estoy. Viendo como se crea esa masa de agua y otoño en mí. Que no pasa, que no se traga.

Una línea me cruza. Me zarandea entre líneas de metro, entre semáforos y palabras perdidas.
Vivo entre días azules, noches oscuras y sueños blancos. Sobrevivo.

Pero ven. Ven y paseémonos en otoño. Pero que las hojas secas me rasquen, que me hagan cosquillas. Que se traguen. Que pasen.

Ven. Ven y abrázame. Rellena mi nube rasgada. Que no se me escape el cielo. Abrázame y que me deshaga en lluvia. Lluvia entre mis piernas.

Quiero dejar de sobrevivir en días azules. Quiero vivir en días todavía por pintar.


Ven. Ven y sé un gigante. Sé una montaña. Sé la cima. Pero no rasgues. Toca. Besa. Lame. Seré una nube a punto de romperse.

17 de enero de 2016

Niebla

Dijo adiós y siguió andando. La niebla era espesa. Blanca. Pesada. La atravesaba dando pasos pequeños. No veía dónde iba.
A veces, olía a asfalto mojado. Otros pasos, eran hierba húmeda y mullida. Y ella caminaba con esa ceguera blanca. Las manos por delante buscando no chocarse. 
A veces, sentía que alguien pasaba cerca de ella. Una sombra blanca, otro paso tímido, otro paso rápido.
Ella miraba de un lado a otro pero estaba perdida. Los ojos le dolían. Y la respiración se le volvía agua que le iba mojando poco a poco. 
Buscaba el camino y no lo encontraba. Buscaba los pasos que había dado pero no quedaban marca.
Se quedó quieta. Pensó en el salvador al que había dejado pasos atrás. Su lengua era como una hostia sagrada. Y todo lo que emanaba de él era un vino bendito. Le había dejado la piel lamida, el alma purificada saliéndole de entre las piernas y moratones por dentro del pecho. Gracias a él, las caderas las tenía satisfechas pero con cada paso le sonaban los añicos de cariño roto. 
Quiso llamarle. Pero la niebla se le había acomodado en la garganta. 
Quiso llorarle. Pero se le formó escarcha en los ojos.
Se tumbó mirando a ese cielo blanco. A esa niebla infinita. Las piedras del suelo le recorrían la espalda pero no sabía diferenciar el cielo del suelo. Y rezó. No a un dios ni a dioses. Se le escaparon plegarias a ese salvador de carne y aliento. Que volviera. Que su lengua sagrada le tocase. Que le bendijese como él lo hacía.

Pero no llegó. Se quedó dormida. Y esa escarcha, que le había cubierto los ojos, le llenó por entero. La niebla la arropó. Fría. Blanca. Espesa.
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